A estas alturas, no hay nadie que desconozca el concepto de “liquidez” aplicado a todo: a la vida, al marketing, a la pareja, … Bueno, casi nadie, va.
Sentir. Hay quien considera que los sentimientos también son líquidos: fluyen, no se paran (o sí se-paran), se quedan apenas unos segundos varados en la orilla del compromiso y siguen su curso, sin rumbo fijo, sin un mar que les acoja, sin un puerto que les resguarde.
Temer. El temor de vernos atrapados puede ser un elemento poderoso de esta liquidez que impregna nuestra realidad desde que Bauman hizo los honores y verbalizó lo que ya llevaba tiempo flotando o, mejor dicho, fluyendo entre nosotros. Y, claro está, cuando “etiquetamos” algo, le hacemos un hueco en nuestro espacio mental, nos quedamos tranquilos y relajados, en disposición de utilizarlo para todo y para todos. Poco importa que sea un cambio de paradigma o una moda pasajera. Tampoco sabemos distinguir qué es qué. Y parece que no nos preocupa.
¡Ojo! No me refiero a los hashtags.
Etiqueta. Lo cierto es que otorgar una etiqueta genera sensaciones diversas y, me atrevería a decir, muchas de ellas positivas para quien la utiliza: la tranquilidad de saber que podemos asirnos a “ella” (es algo conocido, no caeremos en el vacío del “fuera de lugar”), la seguridad al “usarla” (si se ha aceptado globalmente, será correcto hacerlo, ¿verdad?), la sensación de pertenencia a ese codiciado grupo de los que “saben de qué hablan” (esto… bueno…).
Líquido. Llegados a este punto, la pregunta surge sin mucho esfuerzo: ¿cuándo desaparecerá el concepto de liquidez? Por la liquidez misma del concepto, digo.